Deudas
A doña Marta, tan oportuna como era, se le ocurrió irse con la muerte tres días antes a la Epifanía de Reyes. Se fue tan de sorpresa, que la María, la araucana que ejercía como sirvienta, cocinera, escribana, jardinera y lavandera entre mil oficios más, se descosía de impaciencia al hilvanar una mortaja.
—Para que la Señora, que Dios la tenga en gloria, se presente decente al juicio celestial—repetía entre llanto y persignada, al mismo tiempo que redactaba un telegrama, confundiendo aguja por lápiz, tela por papel y lágrimas por palabras.
La noticia llegó a Esteban al día siguiente mientras recibía importantes honores en el Palacio Nacional. De mano del alcalde recibió el sórdido telegrama junto a la medalla que le premiaba, por tercera vez consecutiva, como “Cazador de Alforja del Año”.
—¡Siempre oportuna la vieja!—, masculló para sí mismo entre bocadillos de alfalfa, copas de vino tinto y efusivas condolencias. Se despidió con una mueca dolorosa, no por la difunta, sino porque allí dejaba a Claribel, la única presa que todavía no lograba cazar, a merced del zorro de Adrián.
Salió a media noche y ya para el amanecer se encontraba entre los vertiginosos acantilados que separaban a la ciudad del pueblo. Como rey sin anuncio, llegó el 6 de enero.
Treinta años llevaba ausente que al llegar nadie le reconoció. Nadie le rindió las tan ansiadas pleitesías y tampoco nadie le indicó dónde velaban a su madre; sin embargo, seguía siendo el pueblo tan pequeño que fue fácil dar con el tóxico incienso y la retahíla de rezos recitados al dedillo por los dolientes, los creyentes y los curiosos quienes, por primera vez, presenciaban un funeral.
Entró a la iglesia por la puerta lateral y se acercó al ataúd justo cuando la María levantaba la mirada hacia el Cristo que colgaba en las maderas del altar. Le hizo un gesto de silencio y le indicó salir. La María se ajustó el velo, se limpió las lágrimas y, sin darle la espalda al Cristo, salió a su encuentro. Su alegría momentánea desapareció tan pronto como Esteban le extendió un sobre blanco.
—Cinco mil pesos,—le escupió en palabras resentidas.
La María se descosió en llanto.
—¡Bah! No llores mujer,—repuso impaciente pero la María no hizo más que abrazarlo y avergonzarlo con sus lágrimas.
Era la primera vez que Esteban se dejaba abrazar y más que alivio, solamente encontró esos recuerdos que tanto deseaba olvidar: el padre borracho, la madre violenta, la soledad eterna en ese pueblo olvidado por Dios.
—Ya pues,—se sacudió a la María como quien se sacude un hormiguero, —Déjate de lloriqueos y toma este dinero que así es como amortizo, de una vez por todas, esta deuda que por tanto tiempo he cargado contigo.
La María le miró perpleja.
—Entiende María, que al morir tu patrona, conmigo nada tienes ya.
Y como pudo, le dejó el sobre entre las manos temblorosas, se ajustó el sombrero y se marchó de nuevo a la ciudad.
—DA20150812